Crónica
Recuerdos en el palacio

Papá volvió a ser niño el día que llevó a casa su tesoro protegido en una lata de detergente oxidada Colon. Al descubrirlo, mis manos se impregnaron del olor del baúl de la abuela y a frío. ¿Dónde lo habría escondido todo este tiempo? Entre las piezas del Exin Castillo habitaban los bichos que habían sobrevivido al frío y los que no, y los recuerdos de su infancia. Papá cambiaba de fecha y hora cada vez que rescataba su vieja lata y volcábamos estrepitosamente las piezas en el suelo mi hermano y yo. Nunca me apasionaron aquellas tardes de domingo, pero me divertía verlos dando vida a aquellas piezas. Y aquel olor a años me gustaba y disgustaba a partes iguales.
El domingo pasado me colé en el Exin Castillo de mi padre. Resultó ser un palacio, nada más y nada menos que el del rey Carlos III. Cuando llegué al Palacio Real de Olite, algo me pareció familiar, pero no sabía qué. “Las fotos”, di por hecho. Al entrar en la fortaleza, me dio la sensación de que el aire gritaba. Se colaba por las habitaciones y susurraba en las escaleras de caracol. Iba y venía. Pasaba sin llamar. Cual dueño y señor del lugar. Brillaba el sol, por suerte. El mal tiempo había dado tregua, y “solo” parecía que saldríamos volando en aquel lugar de Navarra. Hoy las
siembras parecían más verdes, más vivas. ¿Qué tendrá el astro? Algo, hace como que sonrías cuando lo miras. Incluso te da sueño cuando vas en el coche y contemplas ese juego de colores dorados, rojizos y azulados.
¿Y el viento? Ritmo. Cuando subí a la parte más alta de la torre de los Cuatro Vientos, apenas el final de la escalera de caracol, había un rellano de no más de medio metro de ancho, era tal la ventolera que hacía –a la cual probablemente habría que sumar el hambre que tenía– que me daba la sensación que de me caería escaleras abajo. Es más, el momento de bajar las escaleras de caracol sentía que mis piernas eran de mantequilla. Me veía rodando por las escaleras, y en eso tengo experiencia. Así que lo mejor era ir paso a paso, con una mano en la barandilla y la otra deslizándola por la columna en la que tantos habían tenido la misma idea. Lo que no me imaginaba es si cabrían por estas escaleras los soldados que hacían guardia en los exteriores del castillo.
Paseaba por la segunda planta de palacio cuando noté de nuevo la presencia del señor de la casa. Fue en aquel momento cuando gritó a una mujer que permanecía refugiada a la entrada de una de las torres. Ella ni se inmutó. Tal vez no le dijo nada o no lo oyese. Pero sí le hizo un peinado instantáneo: como si hubiera metido los dedos en un enchufe. El intento de conversación solo duró unos segundos, y la obra de arte también. Por suerte. Pero no solo era el señor de la casa, porque esa es una de las partes más frías y sombrías de Olite. Es más, fuera de la fortaleza, se encuentra el pozo, más conocido como la “cáscara de huevo”. Es como un huevo enorme de piedra y manchas verdes en el que está el pozo del palacio, donde conservaban el hielo hasta el verano. Si esta zona era la más fría, la de la Galería de la Reina era en la que los turistas más tiempo gastaban contemplando el paisaje. O a recuperar fuerzas, más bien. Al señor del palacio le traerían buenos recuerdos aquel lugar, también su propia galería, por lo que allí parecía que se paseaba sigilosamente.
No sé por qué, pero en un momento en que el dueño del palacio no me molestaba, el tejado de una de las torretas captó el objetivo de mi cámara, y luego el de mis recuerdos. Aquella lata oxidada de Colon tenía unos tejados iguales de color rojo y de plástico. Casi podía oler el Exin Castillo de mi padre.