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Entrevista

Carlos Solchaga: "El franquismo como estado autoritario era bastate chapuza"

Por Laura Cristina Méndez y Malu Serrano GC  en el suplemento "40 años de la muerte de Franco" realizado en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra.

Carlos Solchaga (Tafalla, 1944), exministro de Felipe González, se traslada unas décadas al pasado para hablar del final del franquismo y el deseado camino hacia la democracia en España, tras la muerte de Franco. Tiene setenta años y lleva más de media vida entre números. Es economista. Sus manos son regordetas y juguetea con ellas mientras conversa. Entra en la sala de reuniones un tanto cabizbajo, pero con paso seguro, dispuesto a echar la vista unas décadas atrás. Solchaga se manifestó en las protestas universitarias en contra del Régimen, trabajó en la Administración franquista y ocupó la cartera de Hacienda y la de Economía con el PSOE. Ahora se dedica a ofrecer consultorías financieras en su bufete Solchaga Recio & Asociados.

Carlos Solchaga durante la entrevista en su bufete Sochaga & Recio Abogados  en Madrid. (Imagen: Malu Serrano GC).

Si sus nietos les preguntaran hoy quién era Franco, ¿qué les diría?

Creo que es imposible explicar a alguien el gobierno de Franco si no explicamos que antes hubo una guerra civil cruentísima, y cómo el Régimen mantuvo y prolongó la violencia de los vencedores sobre los vencidos durante décadas. Los últimos años, se fueron modificando un poco las formas externas del franquismo, pero la libertad y los derecho humanos no se restauraron hasta su muerte.

 

En definitiva, Franco era...

Un dictador. Nunca admitió que su autoridad estuviera controlada por los sistemas democráticos. Franco tenía una visión del mundo que ya era antigua en los años treinta: la visión de un militar de clase media que creía que España estaba —tras la experiencia de la República— degenerando en una situación de desorden y que había que volver al orden, basada en pocas ideas elementales —casi todas equivocadas— y en el reflejo del “orden cuartelario”.

 

¿Cuáles eran esas ideas elementales?

Una sociedad jerarquizada en la que el gobierno, al ser nacional-católico, debía defender los intereses de las Iglesia, lo cual le permitía a su vez exigir a la jerarquía eclesiástica un respaldo sin fisuras. “Compró” algunas ideas fascistas de la Falange, aunque estaba mucho más cerca de un conservadurismo nacional-católico, que los de Italia o Alemania, pero tenía que revestir aquel régimen de algún tipo de ideología. Franco fue un militar con poca imaginación. La Dictadura parecía que tenía cierto atractivo de modernidad, pero en el fondo él nunca se lo creyó.

 

Un líder... ¿sin carisma?

Muchos de sus contemporáneos dicen que sí tenía valor personal, y es posible que fuera así. Pero no poseía, aparte de valor como militar, ningún atractivo especial, ni era un orador que pudiera convencer con su palabra como Hitler o Mussolini. No tenía ese carisma.

 

Usted trabajó de joven en el Banco de España, es decir, dentro de la Administración franquista. ¿Se veía desde dentro fecha de caducidad?

Sí, a finales de los sesenta incluso los más fieles se daban cuenta de que existía una contradicción demasiado fuerte entre los deseos de una sociedad que estaba conociendo las costumbres europeas y lo que Franco proponía. Como estado autoritario era bastante chapuza. Pero sí que uno tenía miedo porque, por cualquier cosa, uno terminaba en la cárcel. Aunque lo cierto es que el nivel de crítica existía dentro de la propia Administración. De hecho, donde se encontraba más oposición política al Régimen, junto con los obreros, era la Administración del Estado. Existía desprecio intelectual a la dictadura, a la falta de preparación.

 

¿Por qué dimitió de la Administración?

En la primavera del 74, el famoso Espíritu del 12 de febrero [declarado por Arias Navarro cuando asume la presidencia, el cual buscaba una reforma interna del franquismo], que se había inaugurado siete meses antes, se finiquita por completo. A Pío Cabanillas lo cesan y el ministro de Hacienda, Barrera de Irimo, dimite. Cuando esto sucede renuncia, para empezar, el presidente del INI (Instituto Nacional de Industria), Francisco Fernández Ordóñez. Gente como Miguel [Boyer] y yo dependíamos de él, así que también dimitimos. Fue una de esas renuncias conocidas y que además llamaron mucho la atención porque era evidente que nos encontrábamos en la etapa final del franquismo.

 

Entonces, ¿usted militaba en la oposición a Franco mientras trabajaba para él?

Uno tenía que compatibilizar ambas cosas y, por tanto, ganarse el salario dondequiera que se estuviera. Al mismo tiempo que trabajaba, ayudé a compañeros de la UGT a ganar las siguientes elecciones sindicales que todavía se hacían dentro del marco sindical del régimen. La idea en última instancia era que primero tenías que vivir. Nosotros no éramos ninguno de familias ricas, dependíamos de un sueldo. Pero además, uno veía que el país se encaminaba a un proceso de cambio político muy importante. Un proceso en el cual todavía no se sabía cuáles eran las fuerzas residuales del franquismo, no se sabía cuál era la posición de la Iglesia o cuál tomaría, y no se sabía, sobre todo, si el Ejército estaba mentalizado para aceptar una transición hacia la democracia.

 

¿Cuándo y cómo decidió entrar en los movimientos de oposición al franquismo, y en concreto en el PSOE?

En el año 74 entré en el Partido Socialista. Había estado en la oposición estudiantil de un sitio o de otro, también había estado de joven próximo a los trotskistas por asco de la greña leninista. Había hecho de todo, Dios me lo perdonará algún día. Acabé en el PSOE que era donde yo creía, pensando en la socialdemocracia europea, que encajaba más en la idea de igualdad y de justicia con respeto a la libertad económica y a la libertad de los individuos.

 

Cuando usted ingresa en el PSOE en 1974, ¿podría decirse que era entonces un partido interclasista?

No, entonces era fundamentalmente un partido obrerista que tenía era un componente más académico, universitario y “de cuadros”, como se le suele llamar a los partidos de izquierdas. En la época de finales del 74, inicios del 75, la militancia todavía no estaba muy extendida, excepto en la Unión General de Trabajadores. De hecho, era obligatorio para los miembros del partido afiliarse a la UGT, pero no al revés. Un miembro del sindicato no tenía por qué ser del PSOE.

 

¿Cuál fue la mayor dificultad a la que se enfrentó el Partido Socialista en los años finales de la Dictadura?

El PSOE tenía una batalla interna que se había resuelto en su mayoría en el Congreso de Suresnes en el año 74. Aunque aún quedaban residuos de aquello. Era la vieja dirección del partido, que provenían de la República y que habían formado parte del Gobierno español republicano en el exilio, encabezado por Llopis, y por otro lado, el socialismo interno. La diferencia era que los de fuera todavía tenían una visión de los enfrentamientos en España y de cuál era la problemática económica y social española que estaba basada en la época de la República. Se absorbieron algunos de los viejos gurús de socialismo externo y se aislaron a otros.

 

Desde el punto de vista estratégico, para el Partido Socialista, ¿cuáles fueron las decisiones que se tomaron en el Congreso de Suresnes?

Primero, había una cuestión de poder y el poder se resolvió a favor de la dirección interna que integraban Felipe González, Alfonso Guerra, etc. Los cuadros obreros de la UGT en Bilbao, en los altos hornos de Vizcaya, en astilleros vascos, las minas... Todos esos formaron un conglomerado en el cual destacaba la capacidad de liderazgo de Felipe y le apoyaron.

 

Y después, ¿qué sucedió?

A partir de ahí, el problema fue: ¿cuál va a ser el papel del PSOE? Si se seguía hablando de la revolución pendiente que no se hizo en los años treinta, la España de 1977, que era cuando se iban a celebrar las primeras elecciones, no iban a entender una palabra. Eso es más fácil que lo crean los comunistas, nosotros ahí no teníamos nada que buscar. Pero claro, en los partidos de izquierda siempre hay la tentación estética de que, aunque nunca se llegue al poder, no se doblegue la ideología. Entonces hubo que hacer un esfuerzo por unir la impresión de un partido histórico, y al mismo tiempo un partido moderno que tenía conexión con Olof Palme en Suecia, con Willy Brandt en Alemania... Es decir, con los grandes socialdemócratas europeos que ya no estaban relacionados con la revolución ni con la violencia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¿Cómo se resolvió?

El resultado fue muy notable. En el año 77 el Partido Socialista consiguió prácticamente el treinta por ciento de los votos. Aquellos que parecían la izquierda predominante por las manifestaciones —que eran los comunistas—, se quedaron con el once por ciento. Eso ayudó considerablemente a centrar las estrategias del PSOE. Pero los prejuicios ideológicos, la baratearía progresista, el obrerismo de salón están por allí sobreviviendo felizmente.

 

Entonces, en el Congreso de Suresnes, ¿se hablaron de estrategias en contra de Franco?

No, no. En aquella época se daba por descontado que Franco desaparecía y se estaba a favor de las tesis —en cierta medida— marxista. Lo que nos planteábamos era: ¿cómo ayudamos a este parto que tiene que venir? Y nacen iniciativas políticas como la Junta Política, que primero hace el Partido Comunista conectando con monárquicos y liberales, y luego la Plataforma, que es la que encabezábamos nosotros. Más tarde se creó la Platajunta. Pero, insisto, todo el mundo sabía que no había que lancear a moro muerto. Franco estaba prácticamente muerto.

 

Una vez que muere Franco y Juan Carlos I le releva, los españoles se muestran cautelosos a su llegada. ¿Usted también lo era?

No, no. Yo puedo contar la anécdota contraria. Estaba representando, que Dios me perdone, a la UGT en Bruselas, en un llamado Sindicato de Cuadros Intermedios y me acuerdo que, estando allí, murió Franco. Entonces, cuando nos reunimos el día 21, recuerdo a mis compañeros de la Comisión Europea de Sindicatos diciéndoles a los de la televisión: “Oye, filmar todo menos donde están los españoles, que si esto lo ve la policía ...”. Me pidieron que comentara acerca de la sucesión del Rey Juan Carlos, y dije: “Mirad, es verdad que al Rey lo ha puesto Franco, no cabe la menor duda. Y es verdad que él no va a ser un demócrata convencido. Pero es verdad que para reinar durante largo tiempo se pasa primero por la democracia”.

 

¿Y qué le dijeron el resto de sindicalistas?

Recuerdo que muchos de los estaban allí habían estado en las redadas internacionales durante la Guerra Civil, me miraban —yo entonces tenía solo 31 años—, y comentaban: “Este angelito no sabe ni de lo que habla”. Tal es así que el presidente del sindicato belga me dio una pistola, por si en la frontera tenía algún problema. Esta situación muestra cómo Europa desconocía la situación interna de España. Por eso mi tesis era que no haría falta un golpe de violencia para imponer la democracia. Las fuerzas históricas jugaron a favor.

 

Usted que siempre formó parte de la oposición, ¿qué sintió al ver a tantos españoles llorar la muerte de Franco?

La cola que se formó en el Palacio de Oriente era bastante impresionante, es verdad que mucha gente sentía ese dolor. Aunque eso no fue nada en comparación con lo que se produjo en Moscú cuando murió Stalin. Y eso, en última instancia, lo que quiere decir es que hay mucha gente que está dispuesta a poner su confianza en manos de una persona de manera emocional. Luego, quitando unos pocos, nadie se ha acordado de Franco.

 

¿Cómo cree usted que se sintió la gente con la ausencia de Franco?

El asunto era que todas las referencias eran Franco, y de repente esto desaparece. No existe nada   —por mucho que Franco dijera que estaba todo atado y bien atado—, excepto la figura del Rey, que garantizó una transición. Era un panorama en el que todo el mundo estaba ensayando para ver cómo hacerlo. Las primeras semanas fueron de probar el terreno y de perplejidad e incertidumbre. Parecía que todo estaba cambiando, pero no nos podíamos fiar.

 

Una vez que llegó el PSOE, ¿hubo cautela y precaución a la hora de gestionar la herencia del franquismo?

Quedaban resquicios en la Administración en la empresa pública. El INI era un desastre sin paliativos, a mí me tocó gestionar todo ello... Además, teníamos que cerrar algunos astilleros porque no eran rentables, una reforma que no fue entendida por nuestra base natural de apoyo, los trabajadores. Fue un período de enfrentamientos, en parte con la UGT, unas veces abierto y otras más cerrado. También con la opinión pública. Muchas reformas no fueron entendidas.

 

 

En el País Vasco y Navarra, ¿usted cree que se tomaron todas las medidas necesarias en la Transición?

Era muy difícil. La verdad es que la Transición, en el caso del País Vasco, más que de Navarra, venía con el pie forzado del Real Decreto de Franco por el cual declaraba a Guipúzcoa y Vizcaya provincias traidoras y les quitaba todos los privilegios fiscales que creaban el concierto económico. En la España del 75 al 78, en el País Vasco como en Cataluña, era imposible imaginar que la democracia había vuelto si no tenían un cierto gobierno autonómico. Y en el caso del País Vasco, estaba muy ligado al concierto económico y, por tanto, a la gestión de los propios recursos fiscales de la región.

 

¿Y qué dificultades tuvieron para llevar esto a cabo?

El temor a que los españoles antinacionalistas se opusieran totalmente a esta política de comprensión del tema catalán, del gallego o, sobre todo, del vasco. Esto obligó al gobierno de UCD —nosotros en el PSOE lo seguimos luego— a generalizar la descentralización administrativa y crear las comunidades autónomas. Yo creo que en el País Vasco se hizo con bastante inteligencia y más bien con generosidad. Pero es verdad que el Partido Nacionalista Vasco, que había sido la fuerza hegemónica de representación del nacionalismo vasco, se encontró con que había una serie de jóvenes que querían más.

 

ETA...

Exacto. A ellos incluso la idea de las comunidades autónomas les parecía despreciable. Todo aquello que no fuera independetzia les parecía quedarse cortos y traicionar las ambiciones legítimas del pueblo vasco. Y eso también obligó al PNV a tener una actitud menos colaborativa. Esto se notó inmediatamente con la aprobación de la Constitución, en donde el PNV se mostró en contra.

 

¿Y en Navarra?

En Navarra hubo un problema que también nacía de las aspiraciones de los radicales nacionalistas, que era la anexión o no al País Vasco. Ahí el problema era bastante complejo, y muchas veces pensábamos que aceptar esa anexión era la mejor solución. Sin embargo, nos dimos cuenta que el sentimiento mayoritario del pueblo navarro era absolutamente contrario a la anexión, aunque existía una minoría. Tuvimos el buen sentido, allá por 1977 o  1978, de decir no, porque el País Vasco es lo que es y Navarra va por su propia vía. Entonces Navarra eligió su propio camino.

 

¿Qué medidas se tomaron para devolverle los derechos autonómicos a Navarra?

Se aprobó la Ley Fraccionada, a partir de la cual se modernizaron las instituciones de la Diputación Foral, haciéndola semejante a un gobierno regional. Se modernizó y actualizó el Convenio Foral, el cual firmé siendo Ministro de Hacienda. Y Navarra, quitando el problema, un tanto importado, de los radicales nacionalistas vascos, ha ido por su camino relativamente bien. Eso no quiere decir que hoy, como otras partes de España, no esté afectada por la representatividad de los antiguos partidos y del funcionamiento más o menos claro de sus instituciones.

 

Hace cuarenta años que Franco murió, y cuarenta que empezó la Transición, ¿se cumplieron las expectativas?

Se cumplieron pero, naturalmente, con altibajos. Por ejemplo: antes de las elecciones del 77, la legalización del Partido Comunista. Eso fue un auténtico muérdago hecho por el señor [Adolfo] Suárez. Y aunque no era seguro que sucediera, sucedió. No fue un camino de rosas, sino más bien incierto. Y la gente más sencilla supongo que no sabían vivir en un país en el que no se sabe todo lo que está prohibido. Es decir, adaptarse a la libertad para gente que tampoco la ha sentido no es tan fácil. La libertad va acompañada de un cierto nivel de responsabilidad, de incertidumbre y, por tanto, de miedo por ejercerla.

 

Solchaga tiene las manos regordetas y no deja de moverlas durante la conversación. (Imagen: Malu Serrano GC).

Este reportaje no ha sido publicado. Si estás interesado en hacerlo, por favor, contacte con la autora en maluserranogc@gmail.com.
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