Aprender a vivir
La historia de Miguela Lorente
“Necesitábamos la educación. Sin ella, las madres no estaríamos llevando a cabo nuestra misión más importante en la vida: cuidar de nuestros hijos”, relata Miguela con fuerza. Esta mujer no se cansó de pelear por el futuro de sus pequeños.

Miguela Lorente lee emocionada sus escritos, sus tesoros. (Imagen. Malu Serrano GC)
“¿Qué es una sociedad sin educación?”, me cuestiona mientras frena con su silla de ruedas y me mira de reojo. Son palabras de Miguela Lorente García, una mujer que peleó por la educación de sus hijos y de tantos españoles durante los primeros años de la Transición democrática. “Necesitábamos la educación. Sin ella, las madres no estaríamos llevando a cabo nuestra misión más importante en la vida: cuidar de nuestros hijos”, relata Miguela con fuerza –ella desprende energía–, y sabe lo que dice: a los doce años tuvo que dejar el colegio y ponerse a trabajar. Ella tenía solo ocho años aquel 18 de julio de 1936.
Como llevaba haciendo desde su infancia, trabajó para sacar adelante a su familia, para llevar algo de comer a casa. Nada la frenó, ¿o sí? Movió tierra, mar y aire para criar a sus hijos junto con su marido. A finales de los años 70 y comienzos de los 80, reunió el valor suficiente para pedir auxilio a la Reina Sofía: “Le envié una carta para pedirle que mediara ante el Rey y que no privaran de la educación a nuestros hijos”, cuenta Miguela en la reflexión que escribió el año pasado y conserva con cariño en su cómoda alargada.
Miguela Lorente García nació en 1928 entre dos valles, en Salvatierra de Esca, un pueblo del norte de Aragón. Recuerda con la mirada perdida que solo era una niña cuando la Guerra Civil estalló en el país. Esta aragonesa es la sexta de siete hermanos y hoy, a sus ochenta y seis años, no ha olvidado que le queda mucho por hacer.
Corrían los años 60 cuando Miguela cogió su último tren francés con destino español. Esta vez solo de vuelta. Regresaba a casa, para quedarse. España acababa de recuperarse de la tremenda crisis que supuso la Guerra Civil, a pesar de que a Franco aún le quedaban unos años de vida. Las calles por las que había corrido junto a sus hermanos y amigos, las que habían vivido el miedo de una guerra entre familias, ahora la verían darle el 'sí, quiero' a Julio García y disfrutar de sus dos pequeños retoños. “Me casé con treinta y seis años, y de blanco”, subraya esto último mientras recuerda su enorme lista de pretendientes y la falta de respeto que ya empezaba a respirarse en la Francia cercana al mayo del 68.
Con los pocos ahorros que ambos tenían, arreglaron la casa que tenían en Salvatierra de Esca y montaron un pequeño restaurante, “sin muchas comodidades”, los vecinos conocían como 'Casa Miguela'. “Yo no puedo decir que soy cocinera, pero sí que sé mucho de las labores de la casa”. Ella llevaba el timón de la familia, es más, al poco de casarse su marido tuvo un accidente de tráfico que lo dejó bastante impedido y sobre ella recayeron todas las tareas. “Fueron momentos muy duros –recuerda con tristeza y los ojos cristalinos–, de mucho trabajo”. Pero no estaba sola, tenía a su familia: “Una de mis sobrinas me ayudó con todo”. “¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios!” –suspira a lo largo de la conversación, en innumerables ocasiones. Miguela es una mujer llena de fe. Parece que esa fuerza es la que la mantiene con vida a sus ochenta y seis años, porque, al mismo tiempo, no deja de recordar lo tantísimo que ha trabajado siempre. Los recuerdos le van y vienen, se le van a París..., donde nunca más regresó.
París, 1956. La veinteañera aragonesa cogió su única maleta, cargada de recuerdos y algún vestido, y avanzó decidida por el estrecho pasillo del ferrocarril. Sus zapatos iban al ritmo de los acordeones que sonaban desde los andenes, del humo de las locomotoras y del murmullo de tantos que se reencontraban y de tantos que se despedían. Miguela recuerda perfectamente cómo iba vestida: un abrigo marrón, su foulard amarillo y un alfiler dorado en la solapa derecha.
“Madame Lorente?” –le preguntó una señorita que apareció entre la humareda de la estación-, “Je suis Madame Le Pen”. Ella no pudo responderle más que con la mejor de sus sonrisas mientras asentía. “La hija del señor de la casa donde iba a trabajar vino a recogerme a la estación. Yo apenas tenía veintiocho años, aunque ya llevaba dos trabajando en Francia”, relata con el brillo del recuerdo de sus años de juventud Miguela, al mismo tiempo que permanece inmóvil sobre su silla de ruedas. Está ahí, quietecica, aunque le encantaría bailar. Otra vez. Como antes. “¿Sabes? Me encantaba bailar, ¡he sido una bailadora número uno!” –recuerda Miguela mientras hace un intento por bailar, sobre su silla, moviendo los brazos con soltura y sin dejar de sonreír–. “Siempre que ponen música intento bailar”. Ella no puede, pero sus ojos no han parado desde que habla de ello. “Cuando estuve en casa de mi tía, ayudándola en la administración de las tareas domésticas, quedábamos los amigos y bailábamos con una gramola. Así aprendí a bailar”, relata con sus ojos brillantes y grisáceos, esos que te cuentan tanto de lo que ha vivido.
Claro que no todo fueron bailes, Miguela emigró a la Francia que estaba floreciendo tras las cenizas de la Segunda Guerra Mundial para poder ayudar a sus padres y hermanos. “Trabajé mucho, mucho, mucho... –dice arrastrando las palabras, que caen como el plomo–. Además, como no había fregonas, teníamos que limpiar los suelos a mano y mis rodillas así están: inmóviles”. Pero esto no es todo, porque “durante los descansos que teníamos en el servicio, arreglaba medias, para sacarme un dinero extra. Y, claro, ¡así tengo ahora la vista!”.
“Vete, vete por el mundo, que el mundo te dará el pago”, Miguela parece no cansarse de repetir ese consejo. Ella esto lo sabe bien, desde que apenas era una adolescente se enfrentó a un mundo de adultos, y eran años muy difíciles para España. No se rindió. Trabajó. Trabajó. Y trabajó. La Reina Sofía no le respondió personalmente, sí lo hizo su secretaria. “Me dijo que ya era demasiado tarde, que no podían hacer nada”. La indignación de Miguela se reflejó por un instante en su cara. Pero Miguela no guarda rencores, solo sabe que valió la pena: hoy todos los españoles tienen la gran oportunidad de estudiar. Esta gran mujer anima a todos jóvenes los que tienen esta gran oportunidad, porque “son el futuro de nuestro país”.
Los últimos a los que se dirige son sus nietos, hace algún tiempo les escribió una carta –le gusta escribir, aunque diga que no sabe. “Ante todo, tened esa confianza en Dios. Pero ser divertidos, porque vuestra abuela ha aprendido a bailar, a coser... ¡a todo! Me lo he pasado muy, muy bien. Aprended a hacer sin mirar a quién y lo que no quieras para ti, para nadie”.
Miguela Lorente García lleva poco más de un año viviendo en la residencia de mayores Amma Aragaray de Pamplona desde que un iptus le paralizara una de las rodillas definitivamente, y le impidiera caminar. Hoy su silla de ruedas son sus piernas, aunque la derecha pueda moverla. No baila, pero cose, que es otra de sus pasiones. Después innumerables aventuras, tiene una entre manos que rompe fronteras y cruza océanos: cose vendas para enfermos de lepra en Haití y otros países del mundo. ¿Quién dijo que no tenía tiempo? Miguela nunca dejará de trabajar para construir un mundo mejor en el que todos puedan ser más felices. “Ójala se arregle todo, sin cañones, con la fuerza de la verdad”.